-¡No os acerquéis, voy a saltar! –grité desde la azotea.
Y lo hice. Así fue como llegué a este lugar, al lugar donde viven los hombres que han hecho el idiota por amor. La vida aquí –entiéndase vida en un sentido figurado- transcurre entre partidas de cartas, charlas relajadas y viejas anécdotas, como en un hogar de jubilados. Nos traen para rehabilitarnos, para que olvidemos lo estúpidos que fuimos y recuperemos la cordura. Por eso no hay televisiones, ni políticos, ni dinero, ni nada. Y no hay mujeres, salvo una: Ángela.
Ángela nos recibe con un abrazo y nos describe las reglas del juego. Somos cien. Cuando uno llega, otro se va. Vuelve a su sitio, quien esté más recuperado. Al entrar, dejamos de tener un nombre y ella nos asigna un número. Yo soy el diecinueve, me lo dibujó en la mano con su dedo índice haciéndome cosquillas.
-Diecinueve –dijo-. Tú serás mi diecinueve.
Ángela es la luz en este lugar. Aquí no existe el día ni la noche, así que ella puede ser el sol, la luna y las estrellas, todo al mismo tiempo. Camina de puntillas, siempre, para no hacer ruido. Pero su voz suena a música –aunque ya no recuerdo cómo era la música- y su piel es tan suave que cuando te roza, si no la ves venir, te deshaces un poco. Ángela es la vida que no hay. Y el recuerdo de la muerte.
-Diecinueve –me dijo un día-. Ya la has olvidado, así que eres el siguiente.
Y no mentía. Cuando un nuevo loco murió por amor y apareció aquí, Ángela me despidió con otro abrazo y me devolvió a mi ciudad de siempre, con otro cuerpo, con otra cara y con un nombre nuevo. Pero yo volví a la azotea y salté.
-Cuarenta y dos –me dijo Ángela al llegar-. Ahora eres el cuarenta y dos.
Me recuperé. Y ella volvió a despedirme. Y yo volví a saltar. Una vez, y otra vez, y otra. Cuando cerraron esa azotea, me ahogué en el mar, probé el veneno, incendié mi casa, me lancé de un puente, compré una pistola. Volví hasta Ángela de todas las formas posibles, siempre con un nombre distinto, que ella cambiaba por un número.
-Ángela, no dejes que me vaya, porque moriré por ti todos los días de mi vida –le dije por fin.
Pero no quiso escucharme. Y me ha dejado vivir, una y otra vez. Y deja que muera por ella, una vez tras otra. Hoy estoy aquí, pero mañana puedo estar allí. He perdido el miedo a la muerte y ahora solo temo no tenerla nunca. Lo único que quiero es…
-Diecinueve, mi diecinueve. ¿De verdad quieres quedarte aquí para siempre?
-Sí, Ángela. No deseo otra cosa. No dejes que vuelva a vivir.
-Muy bien. Yo ya he pagado por todo el daño que hice a los hombres y he encontrado quien me sustituya. Ya sabes lo que hay que hacer.
-¡Ángela! ¿Ángela, donde estás? Ángela, ¡no me dejes! ¡Ángela!