Eran las diez de la mañana cuando sonó el timbre del portal.
-¿El señor Alfonso Herrero? -preguntó una voz grave, rayada por el interfono.
-Sí, soy yo.
-Le traemos una notificación urgente. Permítanos subir.
A Alfonso le extrañaron dos cosas: que las notificaciones se entregaran en domingo y que los mensajeros fuesen de dos en dos. Abrió la puerta de abajo y, mientras seguía con los oídos el recorrido del ascensor, lamentó que el café y las tostadas que estaba a punto de desayunar empezaran a enfriarse. A través de la mirilla, descubrió que no eran dos, sino tres, los carteros dominicales. Vestían traje negro y corbata. El del medio llevaba un maletín con aspecto de caro y los otros dos, gafas de sol oscuras y unos auriculares negros que unían sus orejas izquierdas con los cuellos de sus camisas. Alfonso abrió la puerta y los miró en silencio.
-Buenos días -dijo el señor del maletín.
-Buenos días -respondió Alfonso, en su pijama de rayas.
-Mi nombre es don José Carlos Ferrán. Soy el asesor institucional adjunto de la Sección Cuarta de la Oficina de Asuntos Internos de la Casa Real. Nos urge abordar con usted una cuestión de suma importancia. Si no tiene inconveniente…
Antes de que terminara la frase, uno de sus acompañantes se coló en la casa y, tras un vistazo rápido al salón, con un gesto indicó a los otros dos que le siguieran. El tipo, que ni se había quitado las gafas de sol ni había dicho una sola palabra, apartó del centro de la mesa la taza de café y el plato con las tostadas. Palpó brevemente el cojín de la silla donde Alfonso iba a sentarse a desayunar y después se la ofreció a don José Carlos, que ocupó el sitio y empezó a sacar papeles del maletín.
-Tome asiento, por favor -le dijo a Alfonso, que obedeció como un invitado en su propia casa-. Hemos venido para recoger su consentimiento de confidencialidad conyugal retroactiva en función de la disposición adicional decimocuarta de la Ley 73/1998 de medidas de protección de la institución monárquica.
Don José Carlos seguía hablando en plural, pero sus compañeros se habían plantado junto a la puerta de entrada con las manos detrás de la espalda y la barbilla levantada.
-Perdón, ¿cómo dice?
-No se preocupe. Usted solo tiene que firmar estos documentos, aquí y aquí. Podrá quedarse con una copia y estudiarla detenidamente con posterioridad.
-¿Me está tomando el pelo? -Alfonso no pudo contener una risa boba-. No voy a firmar nada sin haberlo leído antes. Déjeme ver, qué es esto que quiere venderme…
-Es un consentimiento de confidencialidad conyugal retroactiva, ya se lo he dicho.
Alfonso hojeó la pila de folios, sin dar crédito a las líneas resaltadas en negrita.
-¿Por qué quiere la Casa Real que me deshaga de mi álbum de boda?
-Un detalle técnico.
-¿Y lo de borrar los e-mails de mi ex mujer?
-Otro detalle técnico.
-¿Me puede explicar de qué va todo esto?
-Su Majestad el Príncipe de Astorga, don Felipe de Gorrión, anunciará la próxima semana su compromiso real con la señorita Patrizia Ortiz.
-¡¿Con Patrizia?! ¿Mi ex mujer? -Alfonso levantó la vista de los papeles y soltó una carcajada-. ¡Pero si es agnóstica y republicana!
-Ese es el tipo de comentario que este consentimiento de confidencialidad conyugal retroactiva pretende evitar.
Don José Carlos hablaba sin apenas mover la cara, y mucho menos el resto del cuerpo. Sobre su mano derecha sostenía todo el tiempo una pluma estilográfica, invitando a Alfonso a cogerla para firmar.
-A ver si le estoy entendiendo… ¿Quiere que me comprometa, con este papel, a no decir cosas inapropiadas sobre mi ex mujer porque va a casarse con el Príncipe?
-Ni inapropiadas ni apropiadas. Lo que estipula su consentimiento de confidencialidad conyugal retroactiva es que, de ahora en adelante, no expresará usted ningún recuerdo, pensamiento u opinión sobre la señorita Ortiz.
-¿Que no hablaré de ella con quién?
-Con nadie. Quedará inhabilitado para referirse a la señorita Ortiz en entornos tanto públicos como privados, en el territorio nacional y en los 93 países sobre los que la Casa Real tiene las competencias institucionales incluidas en la Ley 73/1998. Puede consultarlos en el anexo número doce.
-Cuando Patrizia me abandonó, dijo que se merecía algo mejor, pero pensé que se refería a un odontólogo rico o a un chalet en las afueras…
-Firme el documento, por favor.
-Reconozca que tiene gracia. Llevaba tres años sin hablar de ella y ahora que lo hago, es para prometer que no lo haré más.
-Señor Herrero, firme el documento, por favor.
-Venga, hombre. No se ponga tan serio. ¿Quiere tomar algo mientras leo todo esto?
-No queremos nada, gracias. Solo que firme el consentimiento para que el compromiso real pueda ejecutarse con las máximas garantías.
-¿Ejecutarse? ¡Habla usted como si el cura fuera a asesinarlos en lugar de casarlos! -A Alfonso le entró todavía más risa al imaginarse a un obispo armado con un fusil sobre el altar-. Reconozca que mi situación ahora mismo es para echarse a reír.
-No hemos venido para hacerle reír, señor Herrero, sino para hacer cumplir la ley.
-Pero a ver, ¿qué ley es esa?
-La Ley 73/1998 de medidas de protección de la institución monárquica, ya se lo he dicho.
-¿Y dice en esa ley que los ex maridos de las futuras princesas agnósticas, republicanas y divorciadas, tienen que guardar silencio eterno sobre ellas y tirar a la basura los álbumes de fotos?
-Dice que la Oficina de Asuntos Internos de la Casa Real está autorizada para ordenar acuerdos de confidencialidad con terceros susceptibles de ser autores de revelación de secretos del ámbito social privado sobre la institución monárquica y todos sus miembros, con el objeto de asegurar la preservación del honor y la buena imagen de la Corona.
-Entiendo… Bueno, si la ley es tan clara, no tengo otro remedio que firmar.
-Así es, señor Herrero.
-Pero antes, como comprenderá, tengo que revisar todos estos papeles con un abogado. Así que si es tan amable, puede usted marcharse de vuelta a su palacio y ya les llamaré cuando lo tenga todo firmado.
-Eso no va a ser posible, señor Herrero.
-¿Qué quiere decir?
-Tenemos órdenes estrictas de recoger su consentimiento de confidencialidad conyugal retroactiva hoy mismo, para archivar el asunto y poder iniciar la tramitación pública del compromiso real.
-¿No pueden anunciar su boda sin que yo haya firmado estos papeles?
-No. La Casa Real es muy escrupulosa con este tipo de asuntos. Para nosotros, es de suma importancia tener su rúbrica en este documento de manera inmediata.
-¿Qué pasa si no cumplo alguna de las estupideces que vienen en este documento?
-Multas de hasta seis millones de euros y pena de prisión de hasta treinta años. Puede consultar la lista de sanciones en el anexo número siete.
-No esta mal, esperaba la cadena perpetua no revisable.
-Esa figura jurídica todavía no ha sido aprobada por el Consejo de Ministros para iniciar su trámite parlamentario.
-Era una broma, hombre.
-Le repito que no estamos aquí para hacerle reír, sino para hacer cumplir la ley. Firme el documento, señor Herrero.
-¿Y qué gano yo?
-¿Disculpe?
-Me están pidiendo que borre de mi vida a una persona muy importante, con la que he tenido una relación durante más de siete años. Antes de que se convirtiera en una zorra, yo la quería mucho. Como comprenderá, no voy a deshacerme de todos los recuerdos de mi matrimonio solo porque venga usted y me lo pida.
-Nosotros no le pedimos nada. Solo hacemos cumplir la ley, ya se lo he dicho.
-Estoy seguro de que también hay una ley que me garantiza el derecho a consultar a un abogado antes de firmar un documento como éste.
-Muy bien -tras unos segundos de silencio, don José Carlos abrió su maletín y sacó unos folios más-. Aquí tiene una disposición adicional para su consentimiento de confidencialidad conyugal retroactiva donde la Casa Real recompensa su compromiso con la institución monárquica con la cantidad económica que aparece en este párrafo.
-No lo dice en serio. -A Alfonso le temblaba la mano con la que sujetaba el folio millonario.
-Nosotros no hacemos bromas, señor Herrero.
-Mmm… ¿Dónde está el truco? ¿Tengo que darle la mitad a Hacienda?
-No, la totalidad del importe está libre de impuestos. Tiene recogidas todas las condiciones financieras en los párrafos nueve a trece de esa misma disposición adicional.
-Entonces, ¿es así de simple? ¿Firmo aquí y me da el maletín?
-¿Qué maletín?
-Ese maletín. ¿No lleva ahí los fajos de billetes?
-La Casa Real no hace pagos en metálico, señor Herrero. Este maletín es de mi propiedad particular.
-Oh, vaya.
-Podrá comprarse muchos maletines como este en cuanto le hagamos la transferencia bancaria.
-No quiero ningún maletín…
-Hace un minuto quería usted el mío.
-Solo bromeaba. ¿No le gustan las películas de mafiosos?
-La Casa Real no es ninguna mafia.
-Eso podríamos discutirlo.
-No es el objeto de esta visita.
-Cierto. ¿Transferencia bancaria, entonces?
-Eso es. Solo tiene que apuntar aquí los veinte dígitos de su cuenta.
Alfonso cogió por fin la pluma y rellenó los huecos de memoria.
-Ahora firme, por favor. Aquí y aquí.
Mientras jugaba con la pluma entre los dedos, Alfonso levantó la vista del papel y buscó algún gesto de complicidad en su interlocutor. Don José Carlos seguía casi tan quieto e inexpresivo como los gorilas con gafas de sol que hacían guardia en la puerta.
-Bien, voy a firmar-. En ese momento, le pareció que don José Carlos respiraba por primera vez.- Pero antes… quiero una cosa más.
-Podrá tener todo lo que quiera en cuanto firme el documento y cobre su compensación económica.
-Lo que yo quiero no se compra con dinero…
-Usted dirá.
Alfonso susurró algo en el oído de don José Carlos, que al escucharlo saltó de la silla como impulsado por un resorte invisible.
-¿Por qué iba a querer usted eso? -preguntó espantado.
-¿Y por qué no?
Don José Carlos se quitó la americana y la dejó sobre la mesa. Luego se aflojó el nudo de la corbata y se desabrochó los botones de las mangas de la camisa. Giró la cabeza a un lado y a otro, varias veces, para calentar los músculos del cuello.
-Allá voy -dijo al fin.
Y sin pensarlo demasiado, dobló el cuerpo hasta poner las palmas de las manos sobre el suelo y luego, cogiendo impulso, levantó las piernas e hizo el pino contra una de las paredes del salón. Cabeza abajo, contó deprisa hasta diez, y luego hizo el movimiento inverso para volver a ponerse sobre sus pies.
-¿Suficiente? -preguntó, con la cara roja, mientras se ajustaba de nuevo la corbata y se abrochaba las mangas.
-Por supuesto, señor Ferrán.
Alfonso firmó los papeles, se los entregó a don José Carlos y se estrecharon la mano. Los tres mensajeros dominicales se marcharon y él sacó de debajo del fregadero el cubo de la basura. Junto con las tostadas, ya frías, tiró un álbum de fotos con el título “Secretos felices” en la portada.