Eran las cuatro de la tarde, la hora de la siesta. Teníamos el estómago lleno y las piernas cansadas de buscar las mejores fotos por toda la costa portuguesa. Lo sensato habría sido tumbarse en cualquier sombra a echar una cabezada, pero la visita a la famosa librería Lello, en Oporto, se había alargado más de lo previsto, y teníamos que volver a la carretera para llegar a nuestro siguiente destino con luz suficiente para montar la tienda. El aire se colaba con un runrún conocido por las ventanillas un poco abiertas y el sol nos calentaba alternativamente en un brazo, en el otro, en las piernas, según las curvas. Teníamos que evitar el silencio, el sueño. Así que abrí el libro que acabábamos de comprar, Casi un objeto, de José Saramago, y elegí uno de los relatos.
«Embargo» nos cuenta la ocupación de un hombre por su automóvil, decía la sinopsis. Nosotros habíamos recorrido dos mil kilómetros en menos de una semana; sonaba bien. Me estiré con los pies descalzos sobre la guantera y empecé a leérselo al conductor:
«Se despertó con la sensación aguda de un sueño degollado y vio delante de sí la superficie cenicienta y helada del cristal, el ojo encuadrado de la madrugada que entraba, lívido, cortado en cruz y escurriendo una transpiración condensada.»
Me pareció un principio empalagoso, que afortunadamente fue convirtiéndose en una historia sin artificios, absurda y angustiosa, fantástica en todos los sentidos del término. El protagonista es un tipo obsesionado con el cuidado de su coche. Procura aparcarlo en los mejores sitios y comprueba a diario que la antena no haya sido partida, que los neumáticos tengan la presión idónea y que el depósito esté lleno. Esto último es complicado en un día como el que narra Saramago, cuando el país donde vive el personaje sufre las consecuencias de un embargo de combustible: largas filas de coches frente a las gasolineras, horas de espera, surtidores cerrados por falta de suministro, vehículos parados en medio de la vía, pánico entre los conductores…
Con este panorama, el protagonista empieza a perder el control de su coche. Al principio son sólo unos rugidos inusuales, un acelerón aquí y un frenazo allá que parecen involuntarios. Pero enseguida descubrimos que el vehículo ha dejado de obedecer a su propietario y avanza con un objetivo propio: mantener su depósito lleno. Para ello, se mueve de una estación de servicio a otra, aguardando su turno en cada una, para saciarse con el litro que apenas ha gastado en el traslado, mientras el conductor se pregunta si es el coche el que sufre una avería o es él mismo quien se está volviendo loco. ¿Quizá el automóvil es solo un reflejo del comportamiento humano ante el embargo? ¿Es la forma que tiene Saramago de hacernos reír ante nuestra propia obsesión por acumular bienes, aún sin necesitarlos, por el pánico a la carestía?
La historia continúa. Puesto que no puede controlarlo, el hombre decide bajarse del coche. Pero no puede. Una fuerza extraña mantiene su espalda unida al asiento y todos sus intentos por despegarse son en vano. Del desconcierto pasa a la ira, y de ahí a la humillación:
«Apagó el motor y sin interrumpir el gesto se lanzó violentamente hacia fuera, como quien ataca por sorpresa. Ningún resultado. Se hirió en la frente y en la mano izquierda, y el dolor le causó un vértigo que se prolongó, mientras una súbita e irreprimible gana de orinar se expandía, liberando interminable el líquido caliente que se vertía y escurría entre las piernas al suelo del coche. Cuando sintió todo esto empezó a llorar bajito, con un gañido, miserablemente…»
A partir de ese momento, se inicia una lucha entre el hombre y la máquina; donde él va perdiendo poder y dignidad a medida que ella gana en rebeldía. El protagonista acude a lo más valioso que tiene: la razón. Pero no sirve de nada razonar cuando el enemigo es inmune a la sensibilidad humana:
«De madrugada, por dos veces, aproximó el coche al bordillo e intentó salir despacito, como si mientras tanto el coche y él hubiesen llegado a un acuerdo de paces y fuese el momento de dar la prueba de buena fe de cada uno. Dos veces habló bajito cuando el asiento lo sujetó, dos veces intentó convencer al automóvil para que lo dejase salir por las buenas, dos veces en el descampado nocturno y helado donde la lluvia no paraba, explotó en gritos, en aullidos, en lágrimas, en ciega desesperación. Las heridas de la cabeza y de la mano volvieron a sangrar. Y sollozando, sofocado, gimiendo como un animal aterrorizado, continuó conduciendo el coche. Dejándose conducir.»
¿Igual es de eso de lo que trata el relato? ¿De la pérdida de poder del hombre moderno en un mundo dominado por las máquinas? ¿De eso querría hablar Saramago cuando escribió Embargo hace cuatro décadas? Igual quería advertirnos de los riesgos de la industrialización. Quizá anticipaba que la sociedad del siglo XXI sería esclava de las máquinas; no literalmente, pero sí mediante una dependencia patológica de la tecnología, o de las cosas en general. O quizá no.
Lo que cantaría Vetusta
Si piensas leer el relato, deja de leerme a mí; porque lo que viene a continuación es la madre de todos los spoilers: no solo voy a contarte el final sino que además pienso decirte lo que significa para mí.
Después de avanzar durante horas, sin rumbo aparente, por una carretera desértica, la guerra de desgaste entre el conductor y su vehículo está a punto de terminar. El hombre, exhausto, ha perdido la esperanza de ser liberado. La máquina apura su último litro de combustible buscando desesperada un surtidor. Pero en todos han colgado el cartel de agotado. Y entonces, por fin, el coche se detiene y su conductor se despega:
«A tientas, abrió la puerta para liberarse de la sofocación que le llegaba y, con ese movimiento, porque fuese a morir o porque el motor se había muerto, el cuerpo colgó hacia el lado izquierdo y se escurrió del coche. Se escurrió un poco más y quedó echado sobre las piedras. La lluvia había empezado a caer de nuevo.»
Y así termina Saramago, sin dejar claro cuál de los dos ha ganado.
Probablemente, ninguno ha sobrevivido. El embargo ha acabado con ellos, desgastándolos poco a poco, igual que desgasta a la población civil que lo sufre en los conflictos del mundo real; una crítica velada, una alegoría. Creo que es la interpretación que más se acerca a la intención del autor.
Pero no es la que más me gusta. Prefiero pensar que el protagonista no muere bajo la lluvia sino que por fin ha conseguido ser libre. Ya no necesita a su coche, ya no lo quiere. Y si no lo quiere, tampoco necesita gasolina. Y por lo tanto, el embargo no le afecta. Lo humano se libera de lo material. En palabras de Vetusta Morla, «tan solo seremos libres cuando no haya más que perder».
Esta reseña fue publicada en la sección literaria de la revista Negratinta.