Uno ya no puede estar solo. Cuando era un crío, este pueblo de pescadores viejos y costureras de redes tenía apenas veinte vecinos que en verano, como mucho, se multiplicaban por tres. Para jugar con otros niños, tenía que ir a las puertas de sus casas y pedir permiso a sus madres. Los conocía a todos, con nombre y apellidos, aunque sólo viviésemos aquí en julio y agosto. Ahora que estoy cansado y arrugado, que solo quiero tranquilidad, los críos están por todas partes.
Desde mi silla de playa, donde intento concentrarme en la novela que me regalaste dos semanas antes de morir, veo al menos treinta o cuarenta mocosos. Algunos juegan con la arena, ingenuos, ajenos al certero desenlace de sus castillos. Remojan, amasan, empuñan pala y rastrillo, como quien cava una zanja en la que, aún no lo sabe, va a ser enterrado después. Otros se dedican a saltar sobre las olas que llegan a la orilla, mientras sus padres aplauden, estúpidos, como si el agua sobre la que aterrizan fuese distinta de la que han esquivado en el aire. Los más pequeños corren desnudos, sin pudor alguno, con la piel manchada de restos de crema blanca y pastosa. Salpican arena al pasar cerca de mí y tengo que soplar sobre las páginas. Si mi garganta fuese la de antes, les daría tal grito que acudirían lloriqueando a sus madres y dejarían de molestar. Hicimos bien en no tener hijos, siempre te lo dije, hicimos bien. Si más parejas hubieran tenido nuestra cordura, tal vez ahora la playa no estaría repleta de toallas con dibujos animados, de carritos de bebés, de pelotas hinchables y regaderas de plástico, y las casas de los pescadores seguirían siendo blancas y no habría hoteles de pisos y pisos, ni restaurantes en cada esquina, ni columpios y toboganes en el paseo marítimo, y no se escucharían gritos y lloros, ni esas ridículas risas de parvulario. Si estuvieras aquí, tú me entenderías. Uno ya no puede estar solo.