El día en que la luz se apagó definitivamente, Olivia, que solo tenía ocho años, saltó desde una ventana. No estaba triste ni enfadada. Hacía tiempo que había dejado de preguntarse por qué a ella, entre todos los niños, le había atacado esa maldita enfermedad rara que arrastra a sus víctimas a un mundo de sombras. Con la ayuda de sus padres, antes de aprender a sumar ya había asimilado el concepto de aleatoriedad y lo había integrado en su vida casi como a un hermano travieso, más que como a un culpable.
Así que aquella primera mañana en la que, al abrir los ojos, todo seguía negro, Olivia no armó ningún escándalo. Lo primero que hizo fue bajar las escaleras, salir al jardín y sentarse en la hierba a escuchar. Oyó el murmullo de sus padres en la cocina y algún coche lejano, nada distinto de las mañanas anteriores. Gateó entre las plantas y hundió la nariz en cada tiesto, esperando descubrir un olor nuevo o dialogar con los insectos. Acarició a las flores, que no le respondieron. Arrastró la mano por la valla de madera, reconociendo los nudos astillados de todos los días. Agarró un puñado de tierra y se lo acercó a la punta de la lengua. Pero no ocurrió nada. ¿Cuál sería entonces su súper poder? Todos los ciegos que aparecían en sus cuentos habían combatido la oscuridad con alguna capacidad nueva y súper especial. Solo quedaba una posibilidad.
Olivia subió de nuevo a su dormitorio, se anudó una sábana a modo de capa y saltó por la ventana, dispuesta a volar.
Su padre la alcanzó con los brazos, justo a tiempo, y ambos cayeron sobre la hierba del jardín. Al ver la mirada perdida de su hija, supo que ya era ciega y empezó a mojarla con sus lágrimas. Quiso decir algo, pero Olivia le cubrió los labios con su mano de niña y susurró: “Tranquilo, papá. Ahora puedo adivinar tus pensamientos”.
**Este relato fue publicado en Heraldo de Aragón y ganó el primer premio del IV Concurso de Microrrelatos, organizado junto a Ilumináfrica, en la Categoría de Ceguera.