Estaba acostumbrado a cumplir las órdenes más absurdas de Toni. Llevaba unos cuatro años trabajando para él y en ese tiempo había tenido que hacer de todo, o de casi todo, para ganarme su confianza y seguir dentro del negocio. Toni me había obligado a usar armas que ni siquiera conocía, a hacer daño a personas con las que nunca me habría cruzado de no ser por él. Yo era solo un chaval y ya me había manchado las manos demasiadas veces, tantas que había perdido la cuenta y las ganas de contar. Trabajar al lado del mejor ladrón de joyas de Europa no era como me había imaginado. Él vivía de puta madre, sí. Pero a mí me pagaba tarde y mal, a pesar de que era yo quien asumía siempre todo el riesgo.
Aquel día me dio su última orden. “Gordo, vas a esconder los diamantes tres días en tu casa y los vas a esconder como yo te diga”, me dijo. Nunca entendí por qué me llamaba gordo, si yo jamás he pesado más de setenta kilos. “Los vas a meter en magdalenas. Pero ni se te ocurra comprarlas, las vas a hacer tú”. Yo, como siempre: me quedé mirándolo con cara de póker esperando una aclaración de las instrucciones. “A las magdalenas compradas hay que hacerles agujeritos. Y eso se nota, gordo, se nota. Así que vas a hacer tus propias magdalenas y antes de meterlas en el horno, pones los diamantes en la masa”, dijo Toni. “¿Pero no se quemarán los diamantes?” Debió de ser una pregunta estúpida porque no hizo ni el amago de contestar.
Un puto viernes por la noche. Mis colegas hasta arriba de farlopa en casa del Róber y yo en esa jodida clase de cocina con diez viejas locas que me miraban como si fuera un animal del zoo. La profesora me había prometido que saldría de allí sabiendo hacer unas deliciosas magdalenas. Por mí como si sabían a judías verdes; no pensaba comérmelas.
En el paso tres, ya me había perdido. Tenía huevo escurriéndome por los brazos y harina hasta en el pelo. El limón me había saltado a los ojos y me hacía poner cara de epiléptico. Aquello era una auténtica chapuza. Mis magdalenas no se parecían a las magdalenas de las viejas. Y me picaba todo. No quería estar allí; eso no era para mí. Pensé en Toni. Maldito Toni. Era la última vez que me manchaba las manos por él.