Alejandro vio a su madre al fondo, lloriqueando, como lloriqueaba siete días antes, cuando le dieron la noticia, y como siguió haciéndolo en intervalos desiguales durante toda esa semana, obligándole a disimular sus propios miedos. Pero por primera vez sintió menos lástima por ella, porque la veía sentada en una butaca, sobre un palco donde parecía correr la brisa, bajo un toldo granate que daba una sombra densa. Él, en cambio, llevaba dos horas de pie, soportando el sol más intenso de todos los que podía recordar desde su entrada en el Ejército, cinco años atrás.
Los actos castrenses, contra lo que podría pensarse, no suelen ser ejemplos de puntualidad. Este se estaba alargado inusualmente, con el sentido discurso del general Francisco Picazo Montecanal, que despedía a las tropas con palabras como «honorabilidad» y «sacrificio», cuyo significado se había evaporado en gotas brillantes directas a la frente de los soldados.
Alejandro sintió un escalofrío profundo en el centro de la espalda y se acordó de aquel invierno cuando, siendo un niño, le subió tanto la fiebre que su madre dejó de ir a trabajar al huerto para cuidarlo. Sospechaba que, bajo el uniforme militar, el valle de su espina dorsal se había convertido en el cauce de un reguero de sudor. Bajo una visera que apenas cubría media frente, el áspero pelo recién cortado se apoderaba de su cabeza, la asfixiaba, la rascaba y parecía crecer y extenderse a sus orejas, a sus ojos, casi hasta su nariz. La ropa se le pegaba al cuerpo y se sentía sucio, pegado a todo, como luchando desnudo por salir de una enorme bolsa de basura. Quiso abrir la boca y, de repente, al notar la sequedad de sus labios, que se resistían a despegarse uno del otro, junto a una lengua que no era la suya, fue consciente de la sed.
Cualquier palabra del discurso que hubiese logrado llegar a él, ahora se derretía en una cabeza que no podía pensar en nada distinto de un vaso de limonada con hielo. A duras penas tragó saliva mirando abajo, y al volver a levantar la cabeza lo invadió un mareo que le hizo recordar la primera vez que eyaculó dentro de una mujer, en un cuartucho sin ventilación, sobre una cama empapada. Respiró hondo, pero sus fosas, lejos de aliviarse, se llenaron de su propio olor a trabajo de campo y de aire seco y caliente. Se sintió enfermo, desorientado, casi sonámbulo. El verano de Madrid caía sobre él, aplastándole los huesos.
Y justo cuando sentía que iba a desplomarse entre sus compañeros, Dios le envió una nube. Blanca, celestial, inesperada y breve. Muy breve. Apenas suficiente para recuperar el hilo del discurso de Montecanal un momento. Y luego, como había llegado, la nube se fue. Y entonces volvió el río a su espalda, volvió la fiebre, volvió el pelo a sus orejas y sus ojos, volvió la bolsa de basura, volvieron la lengua ajena, el mareo, las sábanas mojadas y el hedor rural. Y allí, entre fusiles y medallas cercanas al punto de ebullición, Alejandro deseó estar ya en el campamento de Sarajevo, donde los soldados disfrutaban de unos agradables veinte grados.