Patricia de Blas
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NOMBRE

Patricia de Blas Gasca

CIUDAD

Zaragoza

EMAIL

patriciadeblasgasca
@gmail.com

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El último día de mi vida

El último día de mi vida desperté en una habitación que no me decía absolutamente nada. La cama, las cortinas, los cuadros, eran los de siempre; pero todo parecía ajeno, puesto ahí sin ninguna razón. No sabía qué hora era ni qué estaba haciendo en ese cuarto insulso, pero estaba seguro de que saberlo tampoco habría servido de nada. Lo único que reconocía como propio, en ese trance del sueño a la vigilia en que todo es menos real, era la tristeza infinita que había crecido dentro de mí. Una mala hierba que echa raíces en el estómago, de un día al siguiente, e inunda el cuerpo poco a poco con sus tallos de espinas. Ahí seguía, era mi tristeza. Así que ese era yo.

Pasaron muchos minutos antes de que mirase el reloj. Quizá una parte de mí –muy pequeña- se aferraba a las sábanas extrañas con la esperanza de encontrar una salida en el tiempo de descuento. Estaba quieto, en un descanso hundido. Veía mis propias pestañas mezclándose con la pintura del techo, blanca, anodina, e imaginaba que esas marañas de pelo eran los únicos restos que alguien encontraría entre los escombros de un hombre como yo.

Cuando por fin sentí que estaba despierto y sin retorno, miré el reloj de pulsera y me desconcertó darme cuenta de que había dormido durante todo el día. Nunca había estado en la cama tanto tiempo. Uno se pasa noches y noches sin pegar ojo y luego, el último día de su vida, duerme diez horas seguidas sin esfuerzo alguno. Quizá esa es la clase de paz que solo alcanza aquel que conoce su futuro con exactitud.

Estaba pensando en eso cuando escuché pasos en la habitación de al lado. Los pasos inequívocos, sobre zapatos de tacón grueso, de esa mujer que vive en mi casa, duerme en mi cama y lava mis platos. Esa señora a la que conocía menos cuantos más años pasaban, con sus horribles jerséis morados, su voz chillona, sus bromas tontas y sus talones blancos de tan ásperos. Ya no me sorprendía mirarla y no sentir nada. Ni amor, ni pena. Nada. Los tacones sobre las baldosas lisas eran sus tacones. Así que ese era yo.

Ella estaba preparando café. Me llegó el olor a sobremesa rancia un segundo después de oír las burbujas. No iría a la cocina, no me bebería ese café. Pensé en un aplazamiento. Si había dormido diez horas, tal vez podía dormir diez más o incluso no volver a despertarme. Pero ya era tarde, estaba tristemente lúcido. Bostecé tres veces y me levanté.

Al abrir la ventana anaranjada, una bofetada de frío y la visión del mar a través de los cristales me recordaron el sueño de un naufragio. El barco destrozado, las olas altas, la tormenta negra y azul… Los detalles no eran nítidos pero las sensaciones tenían más realidad que esa habitación insulsa con vistas a la playa. La soledad, la resignación, el abandono. Los pecios se alejaban sin que yo pudiera agarrarme a ninguno. La sal se me metía en los ojos y en la nariz, y se me congelaban los pies. Entonces dejaba de moverme y me hundía en calma. Esto último, lo de ahogarme sin luchar, no sé si de verdad lo soñé o solo lo imaginaba frente a la ventana abierta.

Me desnudé frente al espejo sabiendo que no encontraría nada mío en ese cuerpo apagado de rodillas salientes, barriga peluda y orejas rosas. Abrí el cajón de la ropa interior y busqué los calcetines más nuevos. Luego me senté en la cama frente al armario abierto y me quedé un rato mirando las chaquetas que nunca volvería a ponerme, que habían sido inútilmente planchadas, que colgaban muertas sobre perchas desiguales de madera. Me puse el traje más caro sobre una camisa impecable y, después de abrocharme los botones, metí los pies en los zapatos negros que ella solo me dejaba usar en los funerales.

 

**Relato inspirado en la lectura de El cielo protector, de Paul Bowles.